Alrededor de medianoche.

No sé si le pasa a todo el mundo pero yo interpreto mi vida en clave cinematográfica. No es que consuma demasiado cine –no lo hago-, ni lea demasiadas novelas –hace tiempo que me cuesta leer ficción-, pero no puedo evitar verme a mí mismo como el protagonista de una película. En mi caso la película que rige mi vida la podría haber dirigido perfectamente Woody Allen, porque me siento un antihéroe, basada en un guion escrito por Dashiell Hammett o Jim Thompson, porque en ella me veo inmerso en el sórdido ambiente de una novela negra.

Atrapado en la ficción en la que no vivo, vivo arrastrándome en la vida de un personaje marginal, meditabundo, incómodo consigo mismo, dotado de un ridículo sentido del honor y la dignidad. Soy un fracasado que gusta recrearse en su propio fracaso, que busca estar solo para así castigarse; alguien que necesita muy poco para salir huyendo, para escapar, y que se le suele ver más allá de media noche bebiendo en un rincón mal iluminado de algún garito, mientras fuma un cigarrillo tras otro, autodestruyéndose.

En realidad yo no soy ese Philip Marlowe torturado que deseo ser. O al menos no creo serlo, o no lo parezco, o no lo aparento, o no lo merezco, pero es el personaje que, sin razón aparente, vive en mi interior, preparado para salir a escena a la menor excusa.

Cuando las cosas van mal, aparece él, para darme la razón: la vida es una puta mierda, y me arrastra entonces hacia lo más sórdido, para así poder disfrutar más intensamente del fracaso. Cuando obtengo algún éxito, aparece él, me secuestra y me lleva a un lugar lejano y prominente, en los extremos de algún sitio, más allá del anochecer, y nos asomamos al infinito para, en una inmensa intimidad, masticar el éxito como contrapunto de una vida plenamente fracasada.

Dado que soy un personaje de una película casi toda la música que consumo forma parte de la banda sonora de mi vida. Dado que la película es de género negro, escucho jazz. Siempre jazz. No es que me guste -¿qué significa gustar?- es que encaja con la mayoría de las escenas de mi película. En mis triunfos, cuando me siento feliz y me asomo al infinito y enciendo un cigarrillo, estoy escuchando la voz rota de Tony O’Malley. En mis fracasos, cuando me escondo en algún bar y pido un whisky, suenan en mi cabeza los silencios de la trompeta nocturna de Miles Davis.

Entonces, tanto en un caso como en otro, me envuelve una placentera sensación de tranquilidad, de paz, consecuencia de un encaje coherente entre lo que soy y el papel que me ha tocado vivir. De alguna manera no me da miedo fracasar, perder todo lo que tengo, ni siquiera perder la vida, porque los personajes taciturnos, como Marlowe o yo, sabemos que lo fatal acabará ocurriendo y estamos esperándolo. Pero sí me angustia perder mi personaje. Que de repente me internen en un hospital, me vistan con una bata enseñando el culo, una enfermera me hable como si fuera un niño, pierda mi honor ridículo y mi dignidad y, sin ellos, Marlowe ya jamás aparezca. Lo peor que le puede pasar al personaje en el que vivo no es abandonar la vida, sino abandonar la película.

Tal vez a todos los que nos gusta el jazz nos gusta porque somos personajes parecidos de películas parecidas. Lo digo porque a veces veo alguien hundido con la mirada ciega en un bar o subido en algún lugar prominente mirando el horizonte como si fuera suyo, y me parece que estamos atrapados en la misma película, probablemente en escenas distintas, pero en la misma película.

Desde esa misma sensación, a menudo creo adivinar a mi alrededor gente que vive en películas de muy distinto género. Los hay que se hallan felices inmersos en los musicales del Hollywood de los años 40, otros parecen moverse en la edulcorada trama de una comedia romántica, otros se toman la vida con humor como si la escribiera Billy Wilder, y no me extrañaría que muchos ejecutivos se vistan con un buen traje porque se creen El lobo de Wall Street. Cada uno de ellos vive atrapado en su propia película con su propia banda sonora, hasta el punto que cuando hablan, cuando piensan, parece que la estén escuchando, casi tatareando, siguiendo el ritmo con la punta del pie o las yemas de los dedos.

Sociodemográficamente catalogamos a la gente como progresistas o conservadores, de izquierdas o de derechas, segmentamos a las personas para definirlas como hombres o mujeres, de tal o cual franja de edad, de cierto nivel socioeconómico o de otro. Todo eso nos define, sí, tal vez, pero relativamente, porque aun definiéndonos no nos identifica y porque voluntariamente o involuntariamente esos estados siempre pueden cambiar. Lo que verdaderamente nos identifica, y difícilmente podemos cambiar, es la banda sonora de la película en la que cada uno de nosotros vive.

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